Te miras. Te sientes solo, perdido, sin un lugar en el que encajar. Llevas tanto tiempo rodeado de oscuridad que crees que es tu única amiga. Empiezas a regodearte en esa mezcla de dolor y aislamiento en la que llevas viviendo tanto tiempo que no recuerdas si un día sentiste cualquier otra cosa.
Y, de repente, la ves. Aparece justo detrás de ese muro que has creado a tu alrededor para encerrarte en tu autocompasión. Es una luz. Una luz que cada vez se hace más grande y brilla con más fuerza. Y sientes curiosidad, quieres acercarte, pero tienes miedo, sabes que las luces te han quemado tantas veces…
Sin embargo la luz sigue creciendo insistente, cegándote, deshaciendo tu envolvente oscuridad y haciéndote ver que el camino equivocado ha llegado a su final; o que, en realidad, no era tan equivocado como pensabas, pues al fin y al cabo te ha llevado al cruce en el que estás ahora. Así que coges aire, respiras profundo y comienzas a andar con paso lento pero firme, dispuesto a iluminar de nuevo tu vida o, si es necesario, a quemarte en el intento.